Aunque mi cabeza es un batiburrillo de ideas, pensamientos y sentimientos, hay casi siempre un par de denominadores comunes. O recurrentes. Escribir. La muerte.
Ya he hablado de escribir, mucho. El anterior post sin ir más lejos. Y de la muerte posiblemente más. Estoy hecho de reiteraciones, de copias de mi mismo, de plagios. Con ligeras variaciones, pero siempre yendo al mismo núcleo.
Me he planteado, tras mi estrepitoso fracaso con la novela (corta o no corta), escribir un ensayo. Y he escogido un tema nada trillado, muy fácil, y que apenas me causa desasosiego: la muerte.
Y llevo con esta idea unas semanas. Apuntando cosas. Leyendo, cuando puedo, que es casi nunca, sobre la muerte y sobre la no muerte. Y entre medias, veo películas, o veo series, y veo a personajes que se acercan a la muerte y la sortean. La esquivan. Y no puedo evitar llorar. Bueno, no lloro, simplemente me entra ese hipo que te nace en el estómago, recorre toda tu garganta, y sale, de manera lastimera, mientras los ojos te piden soltar mares de lágrimas. Pero no lloro. Se queda en eso. Lo cual es peor. Porque llorar libera. Pero esa mierda de hipo lastimero no te deja soltar lo que llevas dentro. Y entonces se repite. E intentas… hacer algo que lo evite, que lo pare. Pero la única manera de pararlo es esperar a que pase. Y rezar para que esa puta mierda de secuencia de la película, o serie, o libro, acabe.
Hace poco leí, por recomendación de un amigo, La última lección de Randy Pausch. Y se mezclaron estos dos temas: un libro, escribir, y la muerte. Algo previsible. Sabías el final, pero no sabías el desarrollo. Y lo lees y piensas mucho sobre un tema que no para de venírseme a la cabeza una y otra vez: ¿son, ciertos tipos de egolatría, un simple deseo, de evitar la muerte largoplacista?.
Me explico:
En la película Coco, se argumenta que uno no muere hasta que alguien, la última persona viva, deja de recordarlo. Es un argumento muy interesante. Es un concepto que aún recuerdo haber leído en el whatsapp de mi tío, que falleció hace poco más de un año. ¿Es cierto?.
Soy un amante de la ciencia que se agarraría a un clavo ardiendo a la fe de la religión con tal de creer de verdad, en lo más hondo de mi ser, que esta vida terrenal no es más que una parte de lo que realmente es un proceso mucho más largo, donde la vida continúa más allá de la muerte. Sea en el cielo, en el infierno, o donde sea.
Pero ante la falta de evidencias de esta potencial realidad, uno debe buscar alternativas.
Me he presentado a varios “premios” de investigación a lo largo de mi carrera. Gané 1. Perdí muchos. Y al principio me dolía no ganarlos, aunque con el tiempo ese dolor se ha diluido. Pero no ha sido hasta muy recientemente, con uno más que no gané, cuando empecé a pensar en ello. ¿Por qué lo hago? ¿Por qué me presento a estos premios? ¿Qué busco?
Uno podría pensar que el reconocimiento. El dinero asociado. Y si, son desde luego razones muy poderosas. Pero he llegado a entender, que para mí, hay algo más.
Desde que soy padre, mi prioridad absoluta son mis hijos. Siempre. Por encima de todo. De mi mujer. De mis padres. De mi mismo. Ellos son la prioridad.
Y como parte de esa prioridad vienen esos miedos irracionales de los que ya he hablado. Ese miedo a la muerte. Ese miedo a que sean ellos los que fallezcan o sea yo quienes les deje. Y como parte de esta segunda opción es cuando empiezo a pensar en lo que ocurriría si yo no estuviera. Empiezo a pensar en como ellos me recordarían. Y empieza la egolatría.
Creo que ellos se sentirían orgullosos de tener un padre que haya sido.. algo. Que haya sido importante. Que haya ganado premios. Que haya tenido reconocimiento. Que puedan leer sobre él. Pienso en la importancia de todas esas cosas sobre su visión de mí. Luego pienso que quizás eso sea una puta mierda, y que ellos solo querrían saber que los quise. Que todo lo demás da igual.
Y entonces entro en un bucle de pensamientos inconexos, intrusivos y sin sentido.
Y vuelvo a mi problema de mi falta de talento, ganas o ideas para escribir. Y vuelvo a mis sentimientos de miedo extremo sobre la muerte. Y vuelvo a pensar en mis hijos. Y me entristece de una manera increíblemente extrema pensar en la fragilidad que tienen. En lo hijo de puta que es este mundo. En las mierdas con las que van a tener que lidiar. En como se me rompe el corazón cuando mi hijo llora, a la par que me enerva y me cabrea de sobremanera ese mismo lloro cuando es motivado por una chorrada que solo un niño de 4 años puede entender, y yo no. Y me enfado con el, porque quiero que sea más fuerte, porque quiero que se prepare para este mundo gris y de mierda. Pero luego me enfado conmigo, porque recuerdo que aún no ha cumplido los 4 años, porque recuerdo que su desarrollo cerebral no le permite entender según que cosas. Pero sobre todo me enfado conmigo porque recuerdo cuanto, cuanto, cuantísimo le quiero, y lo miserable que me siento por haberme enfadado con lo que es lo mejor que me ha dado la vida.
Y entonces, vuelvo a los inicios. Y pienso en la muerte. Y pienso en escribir.
Escribir y muerte.
Muerte y escribir.