Hace unos años, pre-pandemia, no recuerdo si en 2017 o 2018, recuerdo haber calculado el número de kilómetros que recorrí viajando durante todo el año. Fueron unos 90.000, incluyendo, eso sí, un viaje a China y otro a Estados Unidos, y con un total de unos 25 viajes en todo el año. A una media de dos por mes.
Algunos eran relativamente cortos (un día, dos), y otros fueron más largos. Pero en ninguno de ellos jamás tuve miedo a volar, en ninguno de ellos tuve miedo a morir, en ninguno de ellos dejé de ser como soy.
Y eso implicaba aprovechar el conocer nueva gente, nuevas ciudades, para conocerlas, principalmente de noche. Aprovechar encontrarte con gente joven y con ganas de tomarse unas cervezas. No hablo necesariamente de cogerse la cogorza del siglo y llegar al hotel a las 7 de la mañana (aunque a veces, también). Hablo de unas cervezas, unas copas, y una pequeña resaca como mucho al día siguiente. Hablo de ir de bar en bar. Hablo de entrar a discotecas, repletas de gente, de todos los tipos y edades.
Siempre he sido una persona a la que le gusta salir. A la que le gusta beber. A la que le gusta la noche, con todo lo que a veces eso conlleva. Para bien y para mal. Y sigo así, pero, algo ha cambiado.
Escribo estas líneas camino de Bolonia, donde me han invitado a dar una charla. Vengo de Bruselas, donde he hecho noche este sábado. Noche, tras haber estado viernes y sábado por la mañana en Maastricht. Ah, y el jueves, en Ámsterdam.
Y, mi máximo acercamiento a la noche estos 3 días, ha sido en Maastricht, donde salí a tomar algo con gente del congreso. Donde mi mayor consumo de alcohol se limitó a 4-5 cervezas y una copa. Donde, sentí, que algo ha cambiado.
Era un sentimiento que ya hace tiempo que venía rumiando. Y que, por una razón u otra, se magnificó como digo este viernes en Maastricht. Fue entrar en un local repleto de gente, con una edad media, calculo, unos 10 años menor, y sentir ansiedad. Ansiedad por el humo artificial que inundaba todo. Ansiedad por la grandísima cantidad de gente. Ansiedad por el calor. Necesidad de salir. Necesidad de que me diera el aire. De alejarme de tanta gente. De sentirme violentado por la situación. Incómodo. No es mi sitio.
Pensé que podría ser algo pasajero. Probamos otro local. Menos humo, misma cantidad de gente, y media de edad, esta vez, 15 años menor. Otra vez: no es mi sitio. ¿Qué cojones hago yo aquí?
Y lo más complicado de todo esto es, no acabar de estar seguro, de entender de donde viene esta situación. Hay una cosa que si tengo clara: mis miedos a volar, que, si bien no son impeditivos y no son más que temporales, tengo claro que vienen de mi paternidad. Mi yo irracional que, aunque sabe perfectamente que volar es más seguro que ir en coche, no deja de dar por culo y meterme pensamientos intrusivos y no deseados sobre que el avión se estrellará y moriré. Ilógico, pero imposible de detener. Y esa “mierda de yo”, esa versión de mi mismo que no para de querer joderme, lo consigue. Porque, sobre todo, por encima de todo, soy consciente de que lo que más miedo me daría en este mundo es perder a Ares. Es que me pase algo y jamás vuelva a verle.
Por eso, una parte de ese sentimiento de miedo a volar, o de no querer viajar, es por él. Antes, para mi viajar, era… emocionante, excitante. Me encantaba. Aunque fuera solo, de hecho, casi todos mis viajes son por trabajo y voy solo. Pero disfrutaba, aunque me cansara, de lo que implicaba. Conocer nueva gente, lo que iba a hacer, la posibilidad de recorrer “el mundo”, aunque fuera solo de pasada. Ahora, solo puedo pasar las horas muertas en los viajes pensando, sobre todo, en él.
No sé entonces que ocurre. Si es porque me hago mayor. Si es porque me he hecho padre. No sé si cuando nazca Izel la cosa irá a peor (¿repartiré mi miedo entre dos, o lo duplicaré?).
Es duro porque soy una persona, como digo, que, parafraseando a La Fuga, siempre he “vivido más de noche que de día”, y mi yo interior quiere seguir así (en la medida de lo posible con mi conciliación familiar), pero descubro que cada vez la noche, se me hace a veces larga.