Más y más miedo

Link: https://www.genengnews.com/news/fear-in-mind-coping-mechanism-identified-in-new-brain-region/

Ya he hablado de ese miedo constante. Hace más de seis meses que empecé a identificarlo. Ese miedo, irracional, sin sentido, sin pruebas o lógica que lo soporte que hace que uno piense en las más inverosímiles de las opciones, pero que son posibles, al fin y al cabo.

Ares nació con un pequeño defecto de nacimiento que le obligó a pasar por el quirófano hace unas semanas. Que tu hijo, de apenas 15 meses tenga que ser sometido a una intervención quirúrgica hace que todo tu ser se revuelva. Sabes que es algo «menor», sabes que es algo que, quitando las molestias que le pueda ocasionar realmente implica poco riesgo. Sabes que estará seguro. Sabes que no le pasará nada. Eres científico. Ingeniero. Los números te hacen ver que la opción más probable es que todo salga bien. Pero también sabes que las probabilidades no son certezas. Sabes que después de lo que pasaste con el COVID, a pesar de los números, hasta el acto más irracional para ti, como es rezar a Dios, entra en tu cabeza. Sabes que tu educación católico-cristiana, aunque no sea ni mucho menos tu dogma de fe está ahí para en los momentos más difíciles, para penetrar en tu forma de pensar y hacer que hasta quieras rezar a algo en lo que realmente no crees. Sabes que no entiendes la vida, pero que la fe católica-cristiana que te han metido desde pequeño aún sigue ahí y sirve para agarrarte a un clavo ardiendo. Para bien, o para mal. Esto es discusión para otro día.

Para el, al final, todo sale bien. Su cirugía va bien. Su progresión va bien. Su vida, se espera, completa. Pero tu visión de su vida sigue con dudas, con miedos.

Cuando uno tiene un niño solo debería pensar en la felicidad que le trae. Ser padre/madre es una de las situaciones más intensas y bonitas que uno puede sentir. Considero que el padre tarda más en sentir lo que realmente implica ser padre. No lleva al niño dentro. No le siente igual. Pero con el tiempo, en mi visión/experiencia, desarrolla un instinto enormemente protector.

Cuando Ares tenía pocos meses y apenas podía hacer poco fuera de la cuna, me sentía confiado. Sentía que toda su línea de defensa dependía enteramente de mí. Estaba conmigo o con su madre todo el tiempo. NADIE, ni NADA iba a hacerle daño, pues su madre y yo JAMAS lo permitiríamos. Daríamos nuestra vida por él. A medida que va creciendo, te vas dando cuenta de que algún día será una persona autónoma. Ares tiene hoy en día, casi 18 meses. Aunque aún no camina, pues le está costando (en parte creo que a la operación y a lo que implicó para su desarrollo), ha desarrollado otras habilidades: empieza a hablar (tiene un gran número de palabras que pronuncia, de manera «acorde» al contexto y situación), empieza a desarrollar su empatía/cariño (abrazos, besos) y a reconocer objetos, lugares y personas de una manera fluida. Empieza a ser una personita, con su cierta independencia y autonomía.

Es en esta situación que se ha estado dando en las últimas semanas cuando mis miedos se han ido acrecentando. Considerándome una persona más bien poco dada a expresar cierto tipo de sentimientos, con Ares me resulta completamente imposible abrazarle y besarle como creo que jamás he hecho con nadie. Mi amor hacia él y mis sentimientos hacia el llevan un tiempo rozando un nivel de cariño, empatía y «amor» (nuevamente, valga la redundancia) que creo que no he sentido jamás hacia nadie. O al menos de una forma tan intensa y directa. Quiero a mis padres, a mis abuelos, a mi familia en general, a Laura, de una forma que me cuesta expresar: pero todos son personas adultas capaces de cuidad de sí mismos. Ares representa una pieza en este puzle de sentimientos que tiene todas las características de mi amor a mi familia, pero además es capaz de que desarrolle un instinto de protección que considero «exagerado» y «exacerbado». ¿Por qué? Porque creo que si alguien hiciera un daño deliberado a mi hijo me vería perfectamente listo, capacitado y preparado para infringirle todo el daño del mundo. No sentiría ningún remordimiento ni dudaría ante la posibilidad de vengarme de alguien que pudiera hacer daño a mi hijo de manera deliberada (no accidental).

Siempre me he considerado una persona capaz de realizar este tipo de acciones como forma de respuesta o venganza a alguien que hiciera daño a mis seres queridos. Pero con Ares, dada su vulnerabilidad actual, este sentimiento se ha exacerbado de una forma exagerada.

Eso ha hecho que mi forma de pensar y mis sentimientos actuales hayan ido derivando hacia un cariz con el que no me siento cómodo. Cuando me acuesto todas las noches, voy a la habitación de mi hijo. Siempre duerme de forma apacible. A veces abrazado a su peluche «Pedro». A veces a 180º del sentido natural. A veces tapado. A veces no. Siempre le coloco en su postura natural y le tapo. Siempre le acaricio su cabeza y le coloco a su peluche Pedro a su lado. Y siempre siento esa tremenda presión en el pecho que me hace pensar en que no podría vivir si le pasara algo.

Pasarle algo. Nuestras visitas al hospital por su «minucia» nos han permitido ver algo que uno sabe que existe, pero que intenta omitir. Pasar por delante de oncología pediátrica para ir a visitar a nuestro especialista, nos permite ver la realidad. Esperar en la sala de espera y ver niños con situaciones mucho más dramáticas, nos ha permitido ver una realidad mucho más cruda. Ares tiene una minucia. Una tontería. Requiere cirugía: sí. Pero es una minucia en comparativa. Cuando uno es padre, cualquier tontería es un mundo. Un catarro. Mocos. Diarrea. Una cirugía mínima. Pero la realidad es que es eso: una tontería. Al menos en comparativa con la situación de otros niños.

Esa es la pura realidad. Es lo que uno piensa y valora de forma serena cuando reflexiona sobre ello. Pero no es lo que uno piensa cuando se ve inmerso en la realidad de lo que le pasa a tu hijo. Su cirugía es un mundo. No piensas en los niños con cáncer. No piensas en los niños con enfermedades neurodegenerativas. No piensas en nada. Piensas en TU hijo. Es normal. Es egoísta. Es la realidad.

Ares está bien. Su operación fue bien. Está cómodo. Es feliz. Es un niño tremendamente risueño. Muchas personas han sido capaces de hacerme feliz a lo largo de mi vida, pero Ares es la única que con su mera sonrisa me transporta a otro mundo. Y Ares, a la vez, es la única que hace que mi vida, en cierto modo, durante algunos momentos del día, haga que sea un infierno.

Querer es duro. Cuando uno se enamora piensa que ese amor es irreparable, irrepetible. El amor romántico es verdaderamente duro, sobre todo cuando no es correspondido o se acaba. Yo lo he sufrido, en múltiples ocasiones. Pero mi experiencia me dice que no es ni comparable al amor que uno siente por un hijo. El amor por un hijo es lo mejor y peor del mundo. El amor de un hijo puede hacerte sonreír en los momentos más duros. Cuando Ares decide, que, porque no quiere vestirse, su mejor argumento (aunque sea una especie de chantaje emocional), es abrazarme, no puedo evitar sentirme la persona más dichosa del mundo. El abrazo de mi hijo representa el mayor de lo regalos jamás recibidos. Representa el amor más puro. Y representa el mayor de los sufrimientos.

Ares está bien. No le pasa nada. Su cirugía fue bien. Su estado de salud es perfecto. Pero no hay día en el que yo no me acueste en la cama y piense que las cosas puedan torcerse. No hay día en que piense que él podría tener la mala suerte que muchos otros niños inocentes, y claramente sin merecérselo, han sufrido. Cáncer infantil. Enfermedades raras. Enfermedades neurodegenerativas. ¿Qué mierda de mundo es este? ¿Por qué ocurre esto?

Ares, no tiene nada. Ares tiene 18 meses. Pero nadie me garantiza que esto no puede pasar. Nadie me garantiza que a Ares no le pasa nada.

O Ares puede estar sano. Pero Ares tendrá algún día 15, 16, 17 años. Y querrá salir, con sus amigos. Pero nadie me garantiza que estará bien cada vez que salga. Que estará a salvo.

Sufro por cosas que quizás no vea. Quizás me muera antes. Quizás no llegue a verle apenas tener 15 años. O quizás sí, y sufriré aún más.

Tiene 18 meses y me quita el sueño. Por lo que podrá venir, o no. Por lo que podré hacer para protegerle. Por lo que no podré. Me quita el sueño porque se que podría hacer cualquier cosa por protegerle. Porque aún sintiendo que para mi, mi familia siempre ha sido por quien yo podría llegar a hacer lo impensable para protegerles, por el éste sentimiento se multiplica por 1000 y me resulta completamente imposible de manejar.

Tener un hijo es la mayor de las bendiciones, pues creo que es la única forma en la que puedes experimentar el verdadero amor que puedes llegar a sentir por una persona. Por encima de tus parejas, por encima de tus hermanos, por encima de tus padres. Es un amor que se vuelve irracional. Es un amor que te permitiría volverte lo más loco que te puedas imaginar con tal de protegerle, sin sentir un ápice de duda o remordimiento por nada de lo que podrías hacer por tenerle a salvo.

Y eso, tiene dos consecuencias en tu estado mental: da miedo, y es una mierda. Da miedo, porque siendo una persona que se considera coherente y que regiría las leyes humanas más básicas, te das cuenta de que por proteger a tu hijo no solo te las saltarías, sino que además serías capaz de convertirte en lo completamente opuesto a lo que podría ser una persona pacífica, cabal e íntegra. Te volverías el ser más despreciable de la tierra si tu hijo sufriera a manos de otro con el mero objetivo de hacer que ese «otro» pagara. La justicia ordinaria no valdría. A mi, a día de hoy me resulta tremendamente difícil de entender como determinados casos en los que la víctima es el «hijo de alguien», y especialmente cuando esta víctima es particularmente joven, no resultan en una masacre por parte de los padres hacia esa persona. Sin tener los detalles y a riesgo de ser populista, por ejemplo, casos como el de «el pequeño Gabriel», entre muchos otros, me chocan enormemente. A día de hoy mi visión es que no me importaría tirar el resto de mi vida a la basura para dar otra visión de justicia sobre casos como este. Siempre pienso que quien se ve en esa situación, al final, recapacita y reflexiona y entiende que esa solución al final no sirve de nada realmente pues acabarías tu condenado. Y la entiendo como lógica y válida. Pero me resulta muy difícil entenderla como aplicable si yo me viera en esa situación.

A mi a día de hoy, siendo mi hijo una persona feliz y sana, no puedo evitar que aproximadamente el 50% de mis noches no me entre un pensamiento intrusivo sobre que mi hijo el día de mañana podría sufrir un daño irreparable (y no hablo siendo un bebé: también pienso en el como niño, joven, adolescente, e incluso adulto) que yo no podría superar. A día de hoy mi visión sobre mi hijo y su bienestar, es, lamentablemente demasiado extrema: yo NO podría vivir sin el. NO podría soportar que el se fuera. Fuera la razón que fuera. Creo que sería completamente incapaz de seguir adelante.

Y esto lleva a una reflexión de gran calado. ¿Hasta que punto una persona es capaz de discernir o decidir que no querría seguir viviendo? Nunca he considerado el suicidio como una opción realista en mi vida a pesar de haber sufrido depresiones o graves episodios de ansiedad por diversos motivos. A pesar de estos epsiodios, el planteamiento del suicidio nunca ha pasado por mi mente de una forma «realista/real». Sin embargo, a día de hoy pienso que si Ares dejara de estar conmigo, estoy 100% seguro de que mi vida no tendría sentido alguno y preferiría «no estar». Me he planteado esta cuestión en el futuro en otros escenarios (e.j: tener más hijos) y creo que, solo en el caso de tenerlos la visión cambiaría, pues pienso que mis otros hijos me necesitarían y serían mi motivo para estar aquí. Pero creo que ante la visión de perder a un hijo que fuera único, no consideraría vivir más. No podría.

Esto me lleva a pensar sobre el enorme sentimiento que he desarrollado estos meses, desde que Ares nació. Me he considerado una persona que cree que merece vivir la pena a pesar de todo, para pasar a ser una que cree que perder a su único hijo, si se diera el caso, daría por terminada toda razón de vivir.

Esto es mi realidad. Día tras día, aún sin tener un mótivo real/claro que me lleve a pensar en cosas así, no puedo evitar pensar en que pasaría si a Ares le pasara algo. No puedo dejar de pensar en que el día de mañana pudiera tener una enfermedad que hiciera que no estuviera conmigo, o que no tuviera la vida plena que yo querría para el. No puedo dejar de pensar en que le pudiera pasar cualquier tipo de accidente fortuito. No puedo dejar de pensar en que en 15 años querrá salir con sus amigos y sufriré cada minuto y segundo que esté fuera. No puedo dejar de pensar en el. No puero dejar de quererle. No puedo dejar de pensar en cuanto le quiero y en que daría absolutamente cada segundo de mi vida, cada gramo de mi cuerpo y cada momento de mi consciencia por el. No puedo dejar de pensar en que tener más hijos me supondría multiplicar esta sensación, que para mi se transforma generalmente en dolor. No puedo dejar de, en cierto modo, disfrutar y sufrir. Cada día que me acuesto no puedo evitar pensar en el y en su futuro. En como será. En como lo vivirá. En si podré estar allí.

Creo que una de las razones fundamentales para vivir, desde el plano biológico y sentimental, es poder estar ahí para que tus hijos vivan y sean lo más felices posible.

Ojalá esté aquí mucho tiempo, mi amor. Ojalá esté para ti, «siempre». Y que tengas claro que vamos unidos. Tu y yo.